Sabedor de mi escasa cultura visual –y reconocerlo ya es un avance respecto a muchos– este verano me dio por suplirla de una tacada, aprovechando las vacaciones. Y es que antes de las calendas me pegué un buen cepazo cuando un amigo, visionando mis fotos –no me gasto un euro más en visionarios, lo siento– me dijo que no tenía ni idea de composición. Me recomendó no sólo estudiar a los grandes fotógrafos, sino revisar también la obra de maestros de la pintura y la escultura. Comencé por la opción barata, usando la búsqueda de imágenes de Google. Volví a encontrarme con mi experto colega y nuevo cepazo:
-“¡No seas rácano! Hay que irse a las fuentes y no precisamente a las de agua. Visita los museos y detente a contemplar las obras directamente, ¡in-si-tu, Pepinos!”
A continuación vino un descomunal discurso del que sólo recuerdo conceptos y palabras aisladas como: inspiración, enriquecimiento, diferenciar bueno de malo, canon (no se refería a mi amigo y compañero), paisaje, perspectiva, Renacimiento, volumen, dimensión, luz, claroscuro, color, etc.
Me propuse unas vacaciones de cultureta, visitando los mejores museos para mitigar mis carencias. Pero lo que pasa es que yo soy de esos que con mirar una cosa una vez la asimilo. Ya había visto casi todos los cuadros en internet y no veía mejora en el directo. Casi prefiero la comodidad de la pantalla del ordenador que sufrir en el museo el dolor de pies por los plantones y las apreturas por obtener unos segundos de visión del cuadro en primera fila.
Para no perder el tiempo, y dado que no puedo parar de crear, enseguida pensé en sacar provecho de estas visitas en forma de otro proyecto fotográfico. Sí, ya sé que en esto de hacer fotos sobre la vida en los museos no iba a ser el primero. Pero inspiración es, según una acepción de la RAE, “enardecerse y avivarse el genio del artista con el recuerdo o la presencia de alguien o algo, o con el estudio de obras ajenas.” Así que no me vengáis con cuentos y con que esa foto ya la hizo fulano, porque en esto de la fotografía todos andamos sobre caminos ya transitados.
Lo que primero intenté fue realizar retratos a los propios visitantes, al estilo de Francesco Jodice, pero me encontré con varias dificultades: tenía que pedirlo y soy muy tímido; había que dialogar y el silencio es norma en estos espacios… Aun así probé pero al segundo día ocurrió la fatalidad de que un turista tropezó con mi trípode y tras él cayeron, como fichas de dominó, varios más de un grupo de japoneses, al tiempo que el trípode casi vuelca un jarrón del pasillo. Me llamaron la atención por la que lié y decidí cambiar el estilo.
Resolví combinar en los encuadres las obras de arte con sus admiradores. Comencé en la Galería de Florencia. Saqué mi réflex equipada con mi mejor flash, que comenzó a lanzar destellos para ayudar al enfoque de una señora que, con la boca abierta, miraba las proporciones perfectas del David de Miguel Ángel. De pronto, el sonido del obturador se unió al de la colleja que me dió uno de los vigilantes, al tiempo que me gritaba cerca de la oreja: “¡¡No foto, mister, no fotooo!!” Ya que viajaba por Italia, decidí continuar el proyecto en la Capilla Sixtina. Más de lo mismo: dos enfurecidos vigilantes me obligaron a enfundar el pepino.
Y es que resulta que en practicamente todos los museos prohíben hacer fotos con flash, lo que puede estar justificado por la alteración de los pigmentos en el caso de las pinturas. Pero, ¿ocurre lo mismo con la escultura no policromada y la arquitectura? Llegué a pensar, cuando salí de la Galería, que quizás con los flashazos David podía broncearse, perdiendo ese color puro que le da el mármol de Carrara.
En otras pinacotecas, ni con flash ni sin él. Las razones que se arguyen son dispares:
- Que son ciertas las creencias tribales que dicen que la fotografía roba el alma de lo que capta. Las obras de arte poco a poco van desvaneciéndose en la nada.
- Que hay que proteger los derechos de autor. Seguramente si fotografío el Jardín de las Delicias, el Bosco se pondrá que trina y su espíritu se aparecerá al director del Prado pidiéndole explicaciones.
- Que hay que proteger los derechos de imagen de los visitantes y del personal del museo.
Habrá más premisas, pero creo que la más cierta tiene que ver con el título ↑ del documental de Banksy. La tentación de comprar la taza o el póster con la pintura que nos gusta puede volverse irresistible.
Sin embargo, otros museos no sólo permiten fotografiar, sabedores de que la fiebre de constatar el “allí estuve” puede otorgarles más visitas, sino que animan a su público a hacerse selfies (como el Tate Modern) o van abriendo la mano, forzados por las circunstancias políticas.
- Respecto al equipo, evitar llevar una cámara voluminosa y dejar el trípode en el hotel. Una compacta o el móvil nos hará pasar más desapercibidos. Silenciar el disparo (modo mute) y desconectar flashes y luces de ayuda al enfoque. Si sólo dispones de una réflex o no quieres prescindir de ella porque “tiene poco ruido a iso alto”, puedes emitir sonidos (como una potente tos, un estornudo o un pedo) al tiempo que disparas. Desconcertarás al guardia, que no sabrá bien qué pasa.
- He podido comprobar que los vigilantes alternan períodos de atención extrema con otros de relajación, en los que suelen atender sus mensajes de wasap, leer e incluso dormitar. En este ciclo de reposo tenemos el instante decisivo. Puede sernos de utilidad llevar un ayudante que nos haga de parapeto o, mejor aun, les interpele con alguna cuestión que los despiste: “Perdone. ¿La mancha de café de ese cuadro está allí de siempre?”
- Usar los grupos de turistas a modo de hide, colocándonos en el centro del grupo. Otra opción es estirar el brazo con el paloselfi encabezando el grupo, a modo de guía turístico, y, rotándolo como si fuera un periscopio, disparar con buen pulso en varias direcciones.
- Usar el método de casi todos los street photographers. Llevar la cámara colgada y no tener miedo en abusar de los robados. Ya reencuadrarás y enderezarás en el ordenador.
- Echarle huevos –que para eso eres fotógrafo– y hacer la foto pasando de prohibiciones. Cuando te aperciban, ya habrás disparado y siempre puedes ir por las salas diciendo a cada uno de los vigilantes: “Perdón… no sabía… no se volverá a repetir”.
- Si te han observado por las cámaras, puede ser útil cambiar la tarjeta antes de salir, por si dicen de revisártela. Haz un par de fotos al menos irrelevantes antes de salir para borrarlas en la trompa del celoso guardián.
Una última cuestión. En algunos sitios piden pasta para autorizarte a sacar fotos. Si decides pagar, amortízalo: desahógate a flashazos hasta que El caballero de la mano en el pecho del Greco quede más radiante que la Venus naciente de Botticelli.